Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. Salmo 51:2.
La vida del rey David estuvo marcada por grandes batallas, increíbles victorias e intensas luchas en secreto.
Los relatos de su vida son emocionantes. Mejor aún, fueron las revelaciones acerca de Dios que llegaron a nosotros a través del clásico libro de los Salmos, cuya mayoría de salmos se le atribuyen a él.
La fe y las experiencias de David lo convirtieron en un hombre “temerario” y arriesgado, pero a su vez, en uno sensible y apasionado por la gloria de Dios.
Una de sus oraciones más importantes, estuvo arraigada a la necesidad de la intervención del Señor para ser libre y limpio del pecado. Se cree que, esta oración en especial, vino después de su adulterio con Betsabé.
Admiro a David por su legendaria pelea contra Goliat. Aquel histórico valle guarda frescas las memorias de un combate único en la historia. Sin duda, David demostró valentía, fue aguerrido y atrevido.
Pero hay algo más por lo que admiro el legado de David que a mi parecer es igual o más importante: su oración sincera pidiendo ser purificado después de fallar.
Esta sí que es una verdadera hazaña. Seguramente, su habitación o el lugar más secreto del templo, guardan las memorias de esta incesante petición.
¿Por qué me asombra su oración? Porque fallar y pecar siempre producen la misma reacción: alejarse de Dios. Pero la confesión, en cambio, siempre nos lleva a Él. Nos permite retornar.
El Señor perdona, el Señor restaura; Él nos limpia. A su edad, tal vez ni siquiera recordaba que había derrotado fácilmente a un hombre invencible. Seguramente no era un tema en sus conversaciones. Pero había algo que le interesaba que todos recordáramos: el Señor extirpa y aniquila las más fuertes raíces de maldad que aún pudieran estar en nuestros corazones.
Esta es nuestra esperanza: la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado.
Amado lector, su mayor hazaña no es derrotar a un gigante en su valle; su más grande hazaña es disponerse para que el Señor disipe toda especie de maldad que haya en su corazón.
Vaya con humildad al secreto y clame por su purificación. Ore para que el Espíritu Santo libere su corazón del rencor, de la ira, de algún deseo de venganza y del pecado que lo asedia.
¡Bendecido día!