¡No! Oh pueblo, el Señor te ha dicho lo que es bueno, y lo que él exige de ti: que hagas lo que es correcto, que ames la compasión y que camines humildemente con tu Dios. Miqueas 6:8.
El profeta Miqueas tuvo la gran responsabilidad de guiar el pueblo de Dios hacia una comprensión espiritual sana de la vida.
Ellos pensaron que con los sacrificios ofrecidos al Señor, aliviarían sus endurecidas conciencias.
Hoy, tal vez, debamos hacernos la pregunta que se hizo el profeta cuando dijo: ¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios altísimo? Bien, lo que Dios pide de nosotros es: hacer justicia, amar misericordia y humillarnos ante Él.
Hacer justicia significa no engañar al prójimo. Podríamos pensar que la justicia descansa exclusivamente en las autoridades conocedoras y defensoras de los derechos humanos, pero no es así, la justicia y la equidad comienza desde nuestra propia casa.
Cualquier intención de ganar ventaja sobre otro o aprovecharnos de sus necesidades está en contravía de la justicia divina.
Amar misericordia se entiende como amar al otro. Ningún otro sentimiento o motivación llevo a Jesús a la cruz, excepto el amor por la humanidad, a esto llamamos misericordia.
La sequedad en los corazones de las personas se debe a una sola razón: ignoramos el amor de Dios. Con regularidad pensamos única y exclusivamente en nosotros; todo lo que hacemos, pedimos o esperamos, en la mayoría de los casos, termina beneficiándonos solo a nosotros.
Hacemos misericordia cuando amamos a los más débiles y comprendemos las necesidades de los demás. Practicamos la misericordia cuando nos identificamos con el dolor del otro y sufrimos con sus angustias cotidianas.
Humillarnos ante Dios no es otra cosa que mantener una actitud de constante sencillez y dependencia a Él.
La actitud soberbia y altiva es desagradable a los ojos del Señor. Uno de los síntomas de aquel que camina en humildad con Dios es la adoración.
A través de ella reconocemos que vivimos conscientes de que todo lo que hacemos y somos es por pura misericordia.
Jesús nos enseñó una gran lección de carácter cuando vino al mundo en condición de hombre, siendo rey y Dios. No le importó abandonar su posición con tal de agradar al Padre y cumplir el plan de redención.
Estamos llamados entonces a menguar para que Dios crezca; nosotros solo somos señales que dirigen a otros hacia la luz admirable de nuestro Creador.
¡Paz y bien!