Las muchas aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos pueden ahogarlo. Si un hombre tratara de comprar amor con toda su fortuna, su oferta sería totalmente rechazada. Cantares 8:7
La sangre de Cristo reformuló la constitución del universo. Desafió y venció el poder de las tinieblas. Como un rayo de luz que se posa sobre la más intensa noche, así iluminó los corazones vencidos, liberó las almas presas y entonces, aprendimos a usar el don del amor.
Nunca antes una muerte había traído tanta esperanza a un mundo que vivía en las prisiones del pecado y se alimentaba de las migajas de la culpa. Qué fortuita hora en la que el Maestro fue colgado del madero y exclamó “todo está consumado”.
Su cuerpo desfigurado, pero su próspera y noble alma, aún conservaba el tono armónico del amor. Su sangre vibrante de compasión susurraba a los cuatro vientos que nuestro histórico enemigo había sido avergonzado, y el más imponente de todos (la muerte), sería vencido para siempre en las próximas 72 horas.
Dos milenios después, aún vivimos aferrados a un momento congelado en el recuerdo. Los clavos, la corona de espinas y una cruz no solo nos trasladan a una estación de quebranto, sino también a un jardín de oportunidades, de esperanza y alegría. Alguien debía pagar lo impagable, alguien debía tomar nuestro lugar.
Hoy cantamos por Él. Perdonamos por Él. Vivimos por Él. Él es el vínculo perfecto de todas las relaciones: el amor. El cántico sublime de la esperanza. La acción más noble de todas: redimir. La mano que se extiende, la gracia que consuela; la vida que nos falta.
Razón tenía cuando dijo: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. No mintió. Habló la verdad y nada más que la verdad. No se perdió; hasta el final conservó su juicio y llegó a su merecido destino. No murió, mas para siempre vivirá. Murió como un cordero, pero resucitó siendo el león.
Nuestro Cristo, el príncipe de los pastores y el primogénito de la creación, con amor se entregó y con justicia nos salvó. Celebremos su amor. Cantemos con devoción la más pura alabanza que, a una voz, entona el pueblo al cual Jesucristo redimió.
Lo invito a hacer esta oración: Jesús, gracias por salvarnos. Que mis recuerdos prioricen tu muerte y mi mente jamás se niegue a reconocer quién es mi Señor, el cual, por amor, mi alma redimió.
Glorioso día.