Yo solía desviarme, hasta que me disciplinaste; pero ahora sigo de cerca tu palabra. Salmos 119:67
La disciplina de Dios es un tesoro que enriquece las valijas del creyente.
El oro brilla cuando es pasado por fuego. Antes de ser purificado, el oro no es tan atractivo, y su valor, de hecho, es menor.
Si el oro es purificado con fuego, ¿cuánto más debería ser purificada nuestra fe con la llama del Espíritu?
Un creyente no crecerá, a menos que acepte la corrección divina y se tome muy en serio la disciplina provista por el Padre.
Cuando nos equivocamos, y posterior a nuestro error, rechazamos la corrección de Dios, damos una clara muestra de que el orgullo aún se enseñorea de nuestro espíritu.
Caso contrario, cuando aceptamos la corrección de Dios, nuestra vida cambia y el carácter de Cristo brota de un corazón sincero.
Amado lector, seguramente usted ha sido disciplinado recientemente. Fue exhortado por una autoridad espiritual, fue multado por una institución del gobierno o, quizá, le fue quitado un privilegio espiritual por haber cometido un peligroso error.
Pues bien, siéntase privilegiado porque Dios está tratando con su carácter y, cada vez que Él lo hace, una oportunidad nueva aparece.
La disciplina de Dios no lo destruirá; al contrario, lo vivificará y hará de usted una mejor persona.
Pero, ¿cuál es el fin de la disciplina? Bueno, el texto de nuestra meditación enseña que el propósito de la disciplina es que sigamos de cerca la Palabra de Dios.
Eso significa que, con cada lección aprendida, nuestro apego por la Palabra debe aumentar, se debe incrementar. Nuestra dependencia de ella debe crecer.
Si su deseo es evitar a toda costa desviarse de los caminos de Dios, entonces ame y honre la Palabra con todo su corazón.
¡Bendecido día!

